Escritora, traductora, mecenas, vanguardista, viajera incansable, amante liberal, belleza imponente, feminista de la primera ola… ¿Cómo definir a Victoria? En esta nota, un repaso por la biografía intensa, brillante y polifacética de Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo, fallecida un día como hoy, pero de 1979, en su casona de Beccar
Victoria Ocampo fue considerada durante mucho tiempo la intelectual cheta argentina. En parte, lo fue. Pero no solo eso. O precisamente eso le permitió ser lo otro. Porque la pertenencia de clase le permitió solventar la gran empresa cultural que, fiel a sus sueños, montó. Fue vanguardista, mecenas, pionera, inventora, responsable de la traducción de grandes autores extranjeros, impulsora de escritores argentinos (casi una agente literaria), traductora, editora, escritora de textos de autoficción (la ficción estuvo reservada a su hermana Silvina, como en una justa distribución de tareas), volcada en su Autobiografía y en los diez tomos de Testimonios.
Viajera incansable, amante liberal, feminista de la primera ola. Una belleza imponente, la mayor de seis hermanas de una familia aristocrática argentina, emparentada con apellidos ilustres como Pueyrredón, o próceres de las letras como José Hernández, autor del Martín Fierro. Un Ocampo llegado del Cuzco, Perú, y una antepasada guaraní completan el cuadro de alta argentinidad originaria, «apenas» manchada por el femicidio más famoso de la clase alta argentina, el de Felicitas Guerrero, en manos del tío abuelo de Victoria, Enrique Ocampo.
Actriz frustrada, no pudo romper del todo, aunque lo intentó, con las limitaciones que le imponía la clase de pertenencia. Fue tímida ante algunos personajes que idealizaba, pero al mismo tiempo audaz y temeraria. Seguramente, también, celosa de su territorio ganado con inteligencia y trabajo. Hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de esa mujer, nacida Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo el 7 de abril de 1890 en una casa en la esquina de Viamonte y San Martín, muerta de un cáncer de laringe el 27 de enero de 1979 en Beccar.
¿Por dónde empezar? Todo comienzo es arbitrario, pero si hay un momento bisagra en la vida de Victoria Ocampo ocurrió en el año 1930, con la muerte de su padre, Manuel Ocampo. Victoria soñaba con ser actriz, y su padre se encargó de hacer trizas ese sueño con una frase terrorífica y lapidaria: «Si una hija mía decide seguir la carrera de teatro, ser actriz, ese mismo día me levanto la tapa de los sesos», como lo cuenta María Esther Vázquez en su biografía Victoria Ocampo (Planeta). Hoy diríamos: una psicopateada. El mandato fue efectivo: salvo en algunos recitados de los que Victoria participó, el uso del cuerpo y de la palabra siguieron en ella otros rumbos.
Tal vez la actriz que no pudo ser se reveló en la escritora que puso en escena un yo dominante, en un género híbrido entre la crónica y el ensayo, además de un rico y profuso intercambio epistolar con otras escritoras, primero en francés, como con la argentina Delfina Bunge; con la poeta chilena Gabriela Mistral, donde el proyecto americanista compartido se bifurca a partir de la diferencia de clases, como queda claro en el libro Esta América Nuestra. Correspondencia 1926-1956, a cargo de Elizabeth Horan y Doris Meyer (El cuenco de Plata), y a instancias de la cual Victoria opta por la escritura en español; con su hermana Angélica, o con intelectuales como el francés Roger Caillois, uno de sus jóvenes amantes (quien, dicho sea de paso, cumplió funciones de agente literario de Borges, al traducirlo en Francia).
Protagonista de sus propios textos, siempre en primera persona, salvo en contadas ocasiones en las que se despegó del espejo, como en el proto-guión Habla el Algarrobo, donde la ausencia del yo es reemplazada por la impronta familiar típica de la literatura aristocrática en la que se entrelazan la historia del país y la de la familia, en su caso representada por la casa de Beccar, Villa Ocampo, y condensada en un árbol añejo que oficia de narrador. Su escritura, con algunas excepciones, tiene un marcado sesgo romántico, un aspecto que registró pocas variaciones a lo largo del tiempo, como si el surrealismo, las vanguardias, el estructuralismo, la revolución rusa, la cubana y todos los cambios del siglo XX le hubieran pasado por el costado, sin apenas tocarla en algo que podría llamarse su estilo, a pesar de haber estado en el lugar preciso en el momento exacto y haberse «codeado» con todos los ilustres de la música, la pintura, la literatura, el Arte con mayúscula. Acaso una forma de resistencia formal a esos cambios de los que, en muchos otros aspectos, se hizo cargo.
También la actriz que no pudo ser se desplazó a los retratos de la gran fotógrafa francesa Gisèle Freund o del estadounidense vanguardista Man Ray, que la muestran posando con los mejores conjuntos Chanel, «la» diseñadora de moda a quien, por supuesto, Victoria conoció y que retrató con palabras. Acaso en esos retratos de figuras célebres como Jean Cocteau o un joven Jacques Lacan, Ocampo sacó a relucir su mejor pluma. Porque fue una gran observadora y muy crítica. Por eso, también, escribió una crónica magistral del juicio de Nuremberg contra jerarcas nazis, del que fue testigo privilegiada («Impresiones de Nuremberg», en Testimonios cuarta serie), como lo hace notar la escritora y ensayista Sylvia Molloy en el prólogo de La viajera y sus sombras. Crónica de un aprendizaje(FCE), una cuidada selección de crónicas de viaje de Victoria Ocampo.
Allí se incluye también el relato de un recorrido por Harlem y su fascinación por los negros con alas en los pies (de hecho, hace una analogía con las aves). Más cerca de la naturaleza, esas mujeres y esos hombres cantan y bailan como dioses «a pesar» de ser «ignorantes», es decir, tan lejanos a la cultura escrita. La mirada es doble: Ocampo se maravilla por ese mismo motivo y sin darse cuenta rompe la dupla civilización-barbarie de un plumazo.
Pero estamos en 1930 y Victoria, que había sido educada trilingüe (francés, inglés, español) y con institutrices, y a los seis años ya había cumplido con el viaje iniciático familiar a Europa (con las vacas de rigor en el barco para que no les faltara la leche a las niñas), muerto el padre, se aventura a escribir en su lengua materna, el español. Tenía cuarenta años, se aleja de su París adorado y viaja por primera vez a ese otro nuevo mundo, futuro espacio del deseo: Nueva York. Le cuesta mirar esa ciudad. Y, al recordar sus resistencias a asimilar la cultura sajona del futuro imperio, escribe: «Y todavía no había soñado con Nueva York».
Pero el viaje es necesario porque fue allí donde, estimulada por su amigo, el escritor estadounidense Waldo Frank, decide fundar la revista Sur (el nombre le fue sugerido por otro amigo, el filósofo español José Ortega y Gasset), que comenzó a publicarse en 1931, atravesó todas las tormentas: llegaron editarse 300 números, y fue también editorial, cuna y lugar de difusión de escritores argentinos como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo (no todo queda en familia, pero…), de extranjeros como Graham Greene o Albert Camus, y de editores como José Bianco y Enrique Pezzoni, por nombrar unos pocos. La propia Victoria publicó, por supuesto, sus libros en Sur.
Los 30 fueron una década bisagra para Victoria: en 1936 participó de la fundación de la Unión Argentina de Mujeres (UAM), la primera agrupación feminista del país, junto con María Rosa Oliver y Susana Larguía. El objetivo era luchar por los derechos civiles de las mujeres (ese vínculo está contado en el artículo «La lucha por los derechos femeninos: Victoria Ocampo y la Unión Argentina de Mujeres (1936)«, de Isabella Cosse). Sin embargo, como otras tantas feministas antiperonistas (y antievitistas), Ocampo no apoyó el voto femenino en las elecciones que resultaron en la reelección a Perón en 1951 y fue presa política en el segundo gobierno peronista durante 26 días. Pero su ruptura definitiva con la UAM fue posterior, hacia la década del 60, y tuvo que ver con diferencias ideológicas con la izquierda (en ese momento, el avance del comunismo), diferencias que también resultarían en el alejamiento de José «Pepe» Bianco de la jefatura de redacción de Sur, a causa del apoyo del escritor a la Cuba revolucionaria.
En el artículo «Victoria Ocampo o el amor de la cita«, incluido en su libro La máquina cultural. Maestras, traductoras y vanguardistas (Siglo veintiuno editores), la docente y ensayista Beatriz Sarlo destaca: «Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la ‘gente de mundo’, y la firma de un pacto de identidad con la ‘gente de letras y artes’. Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía. Se desplaza, no fácilmente, de una elite a otra. Para hacerlo, debió dar un rodeo y casarse, primero, con un hombre de su mismo origen».
La poeta, ensayista y lingüista Ivonne Bordelois, coautora junto con el arquitecto Fabio Grementieri, del libro de textos y fotos Villa Ocampo. Escenario de cultura(Sudamericana), un lugar donde «se hablaba de Historia argentina como de un asunto de familia», coincide en que el punto de no ruptura con ese origen de clase fue el casamiento con Luis Bernardo de Estrada (alias Mónaco Estrada), para darle gusto a su padre. Y no haber podido blanquear luego su relación con el primo de su marido, Julián Martínez, de quien se enamora perdidamente en la luna de miel en Europa (año 1913), con quien luego convive en Mar del Plata, tras separarse de Estrada, una vez más, muerto el padre.
«Esperó que muriera para abrirse, una concesión de ella a su época», dice en diálogo con Infobae Cultura Bordelois, que trabajó con Victoria Ocampo en la revista Sur. Según Bordelois, no fueron muchas las concesiones que hizo esa mujer que, para la ensayista, fue mal leída por el prejuicio (de clase). «Ella era feminista mucho antes que Eva Perón. Abogó por el voto femenino. Rompió con muchos moldes, fue la primera en manejar un auto en Buenos Aires. Tenía independencia en cuanto a que elegía a sus amantes y los presentaba en público, algunos mucho más jóvenes que ella. Que viviera con Martínez también rompió con el canon de la época».
En el año 1970, tres números de la revista Sur se dedicaron al tema «mujer». Participaron desde Alejandra Pizarnik hasta Eva Giberti y hubo una encuesta en la que muchas mujeres se pronunciaron, ya entonces, a favor del aborto.
Liberal y progresista, Ocampo no tuvo las herramientas para ver cuando algunos de sus amores platónicos o pasiones intelectuales, hombres por los que no sentía un deseo erótico pero de los que quería beber intelectualmente, la veían como una mujer a quien sojuzgar. Es lo que pasó con el conde Keyserling, un estafador del intelecto que Victoria idealizó y que, mientras ella financiaba sus pedidos ligeramente perversos en París y luego en Buenos Aires y que la llevó a sufrir una desilusión, cuando se dio cuenta y era tarde (o al menos había invertido demasiado en él). O el poeta indio Rabindranath Tagore que, rodeado de un aura mística, la vuelve esclava de sus caprichos. O el interesado pedido final de Roger Caillois, que ella, ya más grande, detecta como cierta clase de abuso. Parte de lo que Sarlo considera el «malentendido», una miopía que lleva a Ocampo a ver, donde no la hay, una igualdad entre una intelectual argentina en el extranjero y sus supuestos «pares» europeos. Son pocos los textos en los que Victoria deja asomar una angustia cercana a la depresión. En general, resalta más el uso de la ironía, incluso cuando se refiere a esos desplantes de origen y de género.
Esa condición de mujer muy rodeada por hombres, muy entusiasta por la obra de otras mujeres (como Delfina Bunge, Gabriela Mistral o, en Europa, a Virginia Woolf, a quien tradujo y que nunca entendió ese entusiasmo adjudicándolo a cierta rareza sudaca, mucho menos a Simone de Beauvoir, pero porque no la había leído a ella, a Victoria Ocampo), y al mismo tiempo sola en su reino.
En Escritos sobre literatura argentina (Siglo veintinuno editores), compilación de artículos de Beatriz Sarlo, Victoria Ocampo es la única mujer incluida en el capítulo «Clásicos del siglo XX», que no incluye a otras escritoras, por ejemplo, a su hermana Silvina, con quien la propia Victoria tuvo contradicciones. Si bien la incluyó en la revista Sur, así como a su cuñado Adolfo Bioy Casares y su amigo Borges, como relata Ivonne Bordelois: «Con Silvina fue grave porque cuando saca su primer libro, El viaje olvidado, Victoria sin ningún tino escribe una muy crítica reseña en Sur. Diferían en cuanto a los recuerdos de infancia. Ahí se pone en hermana mayor autoritaria. Por otra parte, hay cierta injusticia en considerar a Silvina genial y a Victoria solo mecenas, cuando es una gran ensayista, mientras que Silvina es una gran cuentista… a veces. Silvina, Bioy y Borges se reían de Victoria porque la venían muy libre. Hay una cierta envidia por la capacidad erótica de Victoria, mientras que Silvina era lesbiana pero no pudo blanquearlo en su momento. Aunque hoy también a Silvina se la rescata por eso».
Victoria Ocampo no solo vertió sus opiniones, impresiones y puntos de vista y «se los bancó» sino que fue un canal de transmisión de textos de otros. Lo hizo a través de «dilapidar» la fortuna familiar en cultura (algo impensable para aquella aristocracia, y esa es acaso la verdadera ruptura): no solo en la traducción de extranjeros (fue la primera en traducir a Sartre en la Argentina), o en hospedar a celebridades en sus mansiones, o en un producto cultural invaluable como la revista Sur, sino también en la construcción de casas destinadas, con el tiempo, a albergar centros culturales, como la despojada y minimal (mucho antes de que el minimalismo en arquitectura existiera), de Barrio Parque, que encargó al arquitecto Alejandro Bustillo, sede del Fondo Nacional de las Artes, o la refacción de la casona de Villa Ocampo en Beccar, que cedió a la Unesco por no poder hacerse cargo de los impuestos, lo mismo que la Villa Victoria Ocampo en Mar del Plata.
Para Sarlo, el principal oficio de Victoria Ocampo fue el de traductora. El género que más la representa, la crónica de viaje. Por eso, la figura que más le cuadra es la del pasaje (de un idioma a otro, de un continente a otro, y así). Pasajera en tránsito perpetuo. La frase de Charly García viene como anillo (de oro) al dedo.
Fuente: Infobae