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El chef que dejó su trabajo en grandes hoteles para abrir un restaurante de cocina alemana en un pueblito

«Soy un simple intérprete de las recetas de mí familia», resume Javier Graff, de 43 años, cocinero. Es descendiente de alemanes del Volga, vive en el Pueblo Santa María, una de las tres colonias que estos inmigrantes fundaron en Coronel Suárez, provincia de Buenos Aires. Tardó dos años en reciclar una vieja casona para transformarla en un restaurante de comida alemana de culto. Punto de encuentro de esta colectividad.

«Lo único que hice fue recordar las comidas que hacía mi madre», afirma al referir su menú. Se formó en la cocina de los mejores hoteles de la ciudad de Buenos Aires, ofreció servicio a Madonna, Bill Clinton y Bono Vox, pero se cansó de ese brillo y volvió a su pueblo para trabajar por la identidad de su comunidad. «Cuando abrí, una ex habitante se largó a llorar cuando le di un plato típico. Ese fue mi mejor premio», sostiene.

«Más que comida, cada plato, su aroma y presentación, hablan de nuestra historia», comenta con orgullo Javier. En el 2009, con su familia, su esposa y dos hijos, decidieron cambiar de vida. «El estándar de calidad es muy alto, pero se pierde calidez y amor por la cocina», remarca al referirse a la experiencia de estar en las ollas de los grandes hoteles.

La casa que compraron fue el antiguo registro civil del pueblo, y donde estuvo el primer teléfono. Estaba destruida. Sacó 43 camiones de escombros, y toda clase de basura. «La mano de obra fue 100% mía», destaca. El arquitecto, carpintero, plomero, pintor y electricista, todos los trabajos recayeron en él. «Sólo contraté un gasista», se excusa. «Weimann Haus» es el nombre que le puso al restaurante. «Me vine un fin de semana solo y con una pala comencé a limpiarlo», recuerda.

Para el día del padre del 2012 abrió e hizo realidad su sueño. «A través de la cocina, quería hacer algo para proteger la identidad de mi pueblo», enfatiza. Vecinos, amigos, y principalmente ex habitantes se acercaron para reencontrarse con los sabores perdidos. Un pedazo de la historia del Volga cruzó el planisferio para revivir en los platos que Javier eligió para agasajar. Desde aquel entonces no ha cambiado su menú. Wickelnudel (rollo de masa con salsa de tomate y carne estofada), Maultaschen (pasta rellena de ricota, nuez y manzana), Rundegesunde (masa de ñoqui, hervida y luego frita), son algunas de las recetas que halagan una experiencia gastronómica que juega mucho con las emociones.

«La cocina alemana es muy básica. Con dos kilos de harina se podía alimentar una familia numerosa», afirma Javier. Harina, papas, azúcar, pan y carne de cerdo, las bases de una dieta pensada para recuperar energías y aprovechar lo que se tenía a mano.

Los recuerdos de su infancia son el pilar de la cocina de Graff. «Los cumpleaños duraban varios días, y cada integrante de la familia traía un plato», sostiene. La abundancia de comida es una marca característica. «Es cultural, tratar de comer mucho, porque no sabes lo que puede pasar mañana», sintetiza el espíritu de la posguerra que trajeron aquellos que hicieron estos pueblos en el sudoeste bonaerense. «Me crié comiendo comidas simples. No me interesa el título de chef», reconoce. Café con leche y chorizo de cerdo, recuerda, era una cena que se repetía en su mesa familiar.

Los hombres de la colonia trabajaban de sol a sol y las mujeres se dedicaban a la crianza de los niños (lo normal era tener de 8 a 10 hijos) y a proteger la cultura a través de la cocina. «Todos eran buenos motivos para hacer un baile», y así sea tomar mate, la música y la comida, nunca faltaban. El idioma fue algo que se conservó como un tesoro, aún hoy en el Pueblo Santa María los viejos hablan el dialecto, y casi todos, el alemán. Calles y comercios tienen nombres que remiten a los antepasados. «En Alemania, es muy difícil hallar un pueblo que hable nuestra lengua, que es muy parecida al inglés», aclara.

La formación de Javier fue estratégica, y respondió a su plan de tener su propio espacio. En Buenos Aires, trabajó en el Hotel Alvear, en Sofitel, 725 Continental y en La Cabaña. «Trabajaba en la cocina nueve horas, y luego tres más gratis, a cambio de conocimiento», explica. Así fue que realizó entrenamiento cruzado, lavó alfombras, hizo las camas, fue camarero. «Quería llegar al corazón del huésped, para conocerlo mejor», explica.

En esos años formó familia y regresó a su pueblo con una idea fija: abrir su propio restaurante. «Pasé de estar atendiendo a Madonna a trabajar de albañil», resume el contraste. La reconstrucción de la vieja casona la hizo por etapas. Primero la cocina, para poder hacer comida y venderla a domicilio para capitalizar y luego continuar con el salón, y con un hotel boutique, el único del pueblo. Es también responsable de hacer todos los años la «Strudel Fest», una fiesta popular que se hace al aire libre. Este año hicieron una strudel de 50 metros de largo. También montó a un costado del restaurante una fábrica de chocolates que vende a varios pueblos de la zona.

Los alemanes que llegaron de la región del Volga (al sur de Rusia), arribaron al país alrededor de 1878. Habían migrado a Rusia por una promesa de la emperatriz Catalina, la Grande (alemana), de darles trabajo, tierras y beneficios. Esto duró un siglo, pero las condiciones cambiaron y a fines del siglo XIX comenzó el éxodo que los llevó a varias partes del mundo. En nuestro país esta corriente inmigratoria estableció recorridos dispares, se establecieron en Entre Ríos, La Pampa, Chaco, Córdoba, Formosa y Buenos Aires.

En Coronel Suárez llegaron en 1887 y fundaron tres colonias, San José, Santa Trinidad y la más alejada, Santa María. Las llaman «Pueblos», o «Colonia 1, 2 y 3» respectivamente. Mantuvieron su idioma y sus tradiciones. Aún es posible ver el diseño original de las primeras casas, sin puerta delantera. «Se entraba por detrás, por el patio», comenta Javier. En sus planes, no estaba la integración, ni abrirse a la cultura criolla. Entre las tres colonias, suman hoy, 5.400 habitantes, Santa María tiene 1800. Todavía pueden verse en alemán el nombre de algunas calles, como Strudel Gasse o Steine Gasse.

Los primeros años permanecieron aislados, pero muchos comenzaron a formar familia con los demás inmigrantes, como la importante comunidad italiana. «Los unía el desarraigo, quizás», aprecia Tito Cimarosti, un ejemplo de esta mixtura. Su madre era Bachmann. «Para nosotros la comida hace a la cultura, los aromas marcan profundamente la vida de las personas», afirma. Referente de la gastronomía itálica en Coronel Suárez, hizo su propio restaurante en el jardín de su casa, que llamó «Gringo Viejo». «La comida que plantea Javier te conecta con la historia de nuestra tierra», sostiene.

El Pueblo Santa María, es el que más se ha aferrado a las raíces. «Los más viejos no se sienten merecedores de venir a comer, para ellos la comida debe ser casera», explica Graff, a pesar de esto, «Weimann Haus» logró romper esa marca cultural y muchos se acercan para volver a comer el Füllsen (una masa con pan duro, ablandado con leche, pasas de uva y manzanas, se cocina al horno) o los Kraut Pirok (bollos fritos rellenos de carne picada y repollo), o el clásico Chucrut (repollo fermentado en salmuera).

«Para nosotros es sagrada la comida, todos los domingos en la casa de mis abuelos nos juntábamos alrededor de 80, toda la familia», recuerda Carlos Hoffmann, hermano de Sergio Denis, quienes nacieron en Coronel Suárez, pero con raíces en la Colonia San José. «Sergio comenzó a cantar en esos bailes que se hacían después de comer», recuerda. Uno de los platos preferidos del popular cantante es la Maultaschen, que prepara su hermana. «El restaurante de Javier nos hace pensar en nuestra pertenencia, saber de dónde hemos venido», resume.

Fuente: lanacion.com.ar

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