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Es argentino, estudió en seis países y con 23 años fue aceptado para hacer un doctorado en Harvard

Nicolás Gort Freitas es uno de los primeros graduados de Minerva y cursó tanto en ciudades de Occidente como de Oriente. Su historia, sus experiencias y el camino para convertirse en uno de los argentinos más jóvenes en ingresar en la universidad más famosa de EEUU

«¿La célula es una computadora o es un sánguche?». Repite la pregunta que le hicieron al principio de un curso a distancia y los ojos se le abren. Apura su relato: «Es decir, la célula es realmente algo tan perfecto, con circuitos lógicos, o es más bien es una bolsa de químicos que no funciona con tanta perfección, mucho más inexacto. Es que si a cien células le das la misma cantidad de comida, va a haber cien respuestas diferentes».

Después hace una pausa para tomar aire y sigue: «Siempre quise ser biólogo. Desde que tengo 9 años, pero no porque me gustaran los animales o la naturaleza. Si no, por la parte molecular: me gustaba entender qué son los cromosomas, qué son las células, cómo estas máquinas tan chiquitas puede ejecutar programas lógicos, cómo pueden entender y responder en base a lo que tienen alrededor. Me parece todavía muy fascinante».

A los 15 le regalaron su primer libro de biología molecular, uno de esos manuales enormes. Ya estaba en el Colegio Nacional Buenos Aires y cursaba el tercer año, el primero en que tuvo biología como materia. «No había una orientación específica, pero eso me dio una formación súper holística. De hecho, algunas de mis materias favoritas fueron Derecho constitucional, Economía política y Filosofía», le dice a Infobae.

Quien habla es Nicolás Gort Freitas. Nicolás arrancará en dos semanas su doctorado en Harvard. Específicamente será en Biología de Sistemas Sintética y Cuantitativa; un nombre largo y amplio que contiene la parte computacional y la experimental de la disciplina. Tiene 23 años y eso lo convierte en uno de los argentinos más jóvenes en ser aceptados por la universidad más emblemática de Estados Unidos para hacer un PhD. Recibió una beca que le cubre toda la matrícula, seguro médico y dinero para vivir en la ciudad.

Claro que el camino no fue sencillo. Empezó hace poco más de un año. Por entonces, era becario. Estudiaba sistemas complejos en el instituto de Santa Fe, Nuevo México. Casi al final de la experiencia, le preguntó al director, doctor por el MIT, si lo veía preparado, si creía que tenía pasta para una postulación tan grande. «Me dijo: ‘Sí, claro. De hecho, yo te voy a escribir una carta porque creo que tenés las dos cosas que ellos buscan: una capacidad lógica analítica muy importante, que sabe romper enunciados lógicos y también que aprendés muy rápido'», recuerda.

En la primera instancia de postulación, Harvard pide los boletines de calificaciones, entre tres y cinco cartas de recomendación, un examen de inglés, uno de matemática y otro de escritura analítica, un ensayo contando lo que ya hizo el candidato y sus intereses. Pese a su juventud, Nicolás había pasado por distintas áreas: en la secundaria hizo una pasantía en biología molecular; en la Facultad de Medicina de la UBA experimentó con ratones y ratas; y en la Universidad de Texas trabajó en bioinformática.

Veinte días después le llegó un mail que le informaba que estaba entre los preseleccionados. El mail también lo invitaba a un viaje a Boston junto a los otros candidatos, con pasaje, alojamiento y comidas incluidos. Recorrieron la ciudad, conocieron la universidad e incluso fueron a un par de fiestas en el campus. Los fueron adentrando en la cultura Harvard.

Durante esa semana, además, los entrevistaron cinco profesores, aunque él pidió una conversación extra con un académico con el que sentía que pensaban «de la misma manera». Ese mismo profesor le reconoció que había tenido buenas consideraciones en el Comité de Admisiones. «Me dijo que solo faltaba la firma formal, pero que ya estaba adentro. No lo podía creer».

Su experiencia universitaria global

Nicolás vive -o vivía- en Villa Celina con su mamá. Su papá está radicado en Brasil y no se involucró en su educación. Tiene un medio hermano de ese lado, con el que trata de construir un vínculo a distancia. Intercambian playlists: él le pasa temas de Soda Stereo; su hermano le manda canciones de Cazuza.

El vínculo con su papá complicó las cosas cuando se postuló para hacer una carrera de grado en Estados Unidos. Las universidades tradicionales le pedían que mostrara el nivel de ingresos de sus dos padres para poder acceder a una beca. «No entendían que mi papá no aportaba a mi formación. Por suerte Minerva fue más comprensiva en ese punto. Recibí una ayuda financiera muy generosa y pude recibirme sin deudas. En EEUU el estudiante promedio termina con unos 30 mil dólares de deuda», cuenta.

Minerva es una universidad global, sin campus fijo, muy nueva, pero que tiene un nivel de admisión tan exigente como las universidades top norteamericanas. De hecho, Nicolás forma parte de su primera promoción. Son cuatro años de un programa que se puede diseñar a medida, a partir de un abanico amplio de materias. Nicolás lo dividió en dos: mitad sobre biología y mitad sobre computación y estadística.

Aunque lo que la distingue es su descentralización. Propone experiencias formativas en siete ciudades de diferentes países: San Francisco, Estados Unidos; Berlín, Alemania; Londres, Inglaterra; Buenos Aires, Argentina; Seúl, Corea del Sur; Hyderabad, India y Taipei, Taiwán. Por un tema de papeles, Taipei no pudo llevarse adelante y terminaron haciendo San Francisco por duplicado.

A su mamá no la vio casi por cuatro años, solo en su experiencia en Buenos Aires y en alguna navidad. Es que los veranos también estuvo afuera. Pasó dos en Texas y otro en Nueva México investigando. Con esos trabajos part-time pudo pagar la deuda con la universidad.

«En las universidades estadounidenses tenés máximo un 13% de estudiantes internacionales. Se genera una cultura muy americanizada. En Minerva son minoría y conviven distintas nacionalidades. Tiende al promedio. Por ejemplo, compañeros yanquis aprendieron a leer la temperatura en celsius. Eso te da una pauta. Hasta ellos se tienen que adaptar. Todo el mundo está fuera de su zona de confort. Y no son todos futuros colegas. Aprendés de otras profesiones», explica.

-La experiencia arrancó y terminó en San Francisco. ¿Qué fue lo que más te sorprendió?

-Al principio fue muy grande el shock. De repente un montón de servicios con los que me comunicaba analógicamente, sea pedir una pizza o un remis, era todo a través de una app. Acá Uber todavía no estaba. Allá me manejaba con un set de aplicaciones para vivir y pagaba todo con el NFC del celular. Silicon Valley te vuela la cabeza. En Europa ya es distinto: te das cuenta de que Argentina se parece mucho a Europa de maneras que no se parece a Estados Unidos: en la manera de vestirse, en el arte, en el acceso gratuito a la salud y educación, en la cronología de vida de un joven incluso.

¿Y Buenos Aires?

-En Buenos Aires se me mezclaron los mundos. Mezclaba a mis amigos de la secundaria con mis amigos de la facultad. Conecté a una de mis mejores amigas, que le agarró una fascinación extraña por la literatura vietnamita, con un pibe vietnamita muy ilustrado. Crucé un montón de gente. Fue un semestre dentro de todo cómodo, pero viví la ciudad de otra manera.

-La última parte fue Oriente…

-Sí, fue muy fuerte. Porque por ahí llega alguna influencia de Occidente, pero Seúl es un gigante cultural, que exporta teatro, moda, música pop. La gente se viste excesivamente bien, con demasiado dedicación. Los hombres se maquillan, usan sandalias medio raras. Es una ciudad muy estilizada y eficiente. El subte te dice por qué salida te conviene salir y en qué vagón te conviene meterte para ahorrar tiempo. No aprendí a hablar coreano, pero sí lo suficiente para leer los platos de comida. Y Hyderabad, una ciudad al sur de India, también tiene lo suyo. Su población es un tercio cristiana, un tercio hindú y un tercio musulmana. De repente ves cómo esos cultos que están enfrentados en Occidente, en Oriente conviven naturalmente.

-Tenés 23 años y vas a hacer un doctorado en Harvard, hablás cinco idiomas, trabajaste en distintos laboratorios. Por tu currículum uno tendería a pensar que te la pasaste estudiando.

-Estudié mucho, sí, pero es muy importante para mí tener un equilibrio entre el estudio y mi vida social. No tuve que dejar de tener una vida por el estudio. Por diferentes razones, son pasiones. Tuve tiempo para actividades recreativas: cuando estuve en Buenos Aires iba tres veces por semana a tango. En India iba a clases de salsa y bachata. En San Francisco me juntaba a tocar el bajo. En Corea hice teatro de improvisación.

-¿Qué imaginás para el futuro una vez que termines el doctorado?

-Después del doctorado, los graduados se suelen dividir entre la academia y la industria. Trabajar en una biotecnológica o fundar una tiene mala reputación, está visto como «el lado oscuro». Porque la remuneración es mayor, pero los tiempos para investigar son menores y los temas están atados a las necesidades de la empresa. Yo, en esa dicotomía, no veo buenos y malos. Creo que incluso las dos ramas se pueden combinar.

Fuente: www.infobae.com

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