Mirador Virtual Mobile

Tiene 85 años y anda en bicicleta por la montaña: las aventuras de un deportista extremo

Martín Honorio Pueyrredón se crió en el campo, se recibió de ingeniero industrial en la Universidad de Buenos Aires, fue fumigador en Nueva York, limpió casas en San Francisco y se jubiló este verano después de 25 años. Los secretos de de una vida apasionante

Martín Pueyrredón viajó a Salta y recorrió en bici el viaducto de la Polvorilla, con la rodilla izquierda infiltrada, anémico y desoyendo la contraindicación de su médico. «Quiero vivir a pleno este último tiempo de mi vida», asegura. Tiene 85 años, un bastón de caminata nórdica y las ganas inalterables. Son las siete y media de la tarde de un martes y en un cine del barrio de Recoleta se lanza una película que lo tiene como protagonista en el Banff Mountain Film Festival.

Martín protagoniza Plan C-14 II, un documental extremo sobre su viaje en bicicleta a las vías por donde pasa el Tren de las Nubes. «Es una película en honor a mi amigo que se me murió», apunta sobre la hazaña a 4.200 metros altura que vivió dos veces: la primera, en 2005, con su ladero, Mariano Petrone, y la segunda en 2016.

Plan C-14 II se proyectará para todo el público durante la tercera noche del festival, el próximo 4 de septiembre. Dura 48 minutos y es el resultado de una odisea descomunal que le llevó ocho días. «Sabíamos que Martín se nos podía morir en cualquier momento del viaje. Era una responsabilidad enorme», apuntó Nico Muñoz, director del documental. «Nos hizo pegar varios sustos. El primer día, lo encontré tirado al costado del camino, todo despatarrado y la bici a un lado. ¡Ya está! ¡Se nos murió el viejo!, pensé. Pero se había acostado a dormir un rato… Además, en San Antonio de los Cobres tuvimos que ir a una salita para que le den oxígeno. Y finalmente, el último día, cuando subía a lo más alto del viaducto, no podía dar dos pasos seguidos», agregó el realizador sobre aquella experiencia árida, donde el desierto llega al cielo.

Mil vidas en una

Martín nació en 1934 como el tercero de seis hermanos. «Me crié en el campo, entre Cañuelas y Vicente Casares. Desde chico me gustó la aventura. Salía a andar a caballo hasta Lobos o el río Salado. El primer hito fue cuando tenía 15 años y llegué hasta a La Idalina, el campo de mi abuela en Los Toldos. Hice 350 kilómetros y dormí en las ferias», relató orgulloso. Durante su adolescencia, en el barrio porteño de Belgrano, Martín -nieto del prócer que le da el segundo nombre- cursó la secundaria en el Colegio Nacional Buenos Aires. Por ese entonces, ganó el segundo premio en la lotería y gastó la plata en un acordeón, pero como descubrió que no tenía habilidades para la música, lo vendió y compró su primera mochila.

«Con 18 años me fui solo a Bariloche en tren. La primera noche dormí en un matorral, al lado del Centro Cívico. Siempre me gustó que las cosas sucedan; que todo sea novedad», indicó con una sonrisa. Estudió ingeniería industrial en la UBA y se recibió a los 25 años. «Viajé a Estados Unidos a pesar de que no sabía inglés. Conseguí la visa de inmigrantes y llegué a Nueva York con doscientos dólares, sin pasaje de vuelta y pregunté si podía dormir en la estación de tren. Como me dijeron que no, me fui a la YMCA (Young Men’s Christian Association) y me hice amigo de un americano. Alquilamos un cuarto en una pensión con latinos. Íbamos al cine, pero como no entendía nada veía la película dos veces», recuerda Martín.

Buscavidas y temerario, pronto supo que si quería sostener aquella vida signada por la libertad, tenía que esforzarse. «Trabajé como fumigador e implementé un truco para conseguir clientes: al que me daba el nombre de cinco conocidos le regalaba una lata de insecticida. Recaudé a lo loco», rememoró. Y agregó que también se ganó el mango pegando carteras en una fábrica, fue mensajero en Manhattan y profesor de equitación en Connecticut, con 200 alumnos. Aclaró que todas las semanas le escribía a sus padres, acostumbrados a aquel hijo viajante, y que además se dedicó al hormigón premezclado y vivió unos meses en Puerto Rico.

Sin embargo, además de la magnífica experiencia, Martín se trajo de Estados Unidos al amor de su vida. «Me la presentó un amigo tucumano. Ella estaba de vacaciones. Me enamoré por primera vez. Siempre me habían gustado muchas. Nunca había estado de novio», aseguró sobre cómo empezaron sus 53 años de matrimonio con la cordobesa, Ercilia Moyano Padilla, madre de sus hijos. «¿Quiere casarse conmigo?», le preguntó sin tutearla y a los gritos desde la Estación Retiro, donde el ruido era descomunal. Hizo tres viajes a Córdoba para conocer a la familia. «¡Qué pelotudez más grande!», pensó. Y a los cuatro meses, el 11 de agosto de 1962, dieron el sí en una iglesia de la Docta, cuando ya tenía trabajo en la Hormigonera Argentina.

Con poco tiempo de casados, se fueron a vivir a San Francisco: «Trabajábamos limpiando departamentos. Después conseguí un puesto en Matson, la naviera. Y mi mujer se dedicó a la computación. Nos quedamos diez años. Al final, me ofrecieron la ciudadanía americana y les dije que no: tenía que renunciar a la argentina». Debieron volver porque su suegro estaba muy enfermo.

Sin embargo, la Costa Oeste supo de las alegrías pero también de las tristezas de los Pueyrredón. «Tuvimos cinco hijos, pero tres se nos murieron poco antes de nacer. Dos, en San Francisco, y el tercero, Futaleufú, Chubut, cuando trabajaba en la represa», dijo. Aquello que en Estados Unidos no tenía solución, la tuvo en Buenos Aires cuando los médicos se dieron cuenta de que para que los bebés vivieran había que sacarlos
prematuros. Así sobrevivieron Micaela (44), que es maestra de inglés, está casada con Santiago y le dio una nieta, Delfina (11); y Tadeo (40), que estudió Administración de Empresas y trabaja en una papelera. Por ese entonces con su mujer armó Eserco S.A, una empresa de software. Después pasó a Bureau Veritas, la consultora líder en control de calidad. Vivía en Buenos Aires y compraron una chacra de seis hectáreas para los fines de semana en Villa Rosa, Pilar. Pero tras el Efecto Tequila, tuvieron que elegir: vendieron el departamento y se fueron a vivir a la chacra. En 1995 empezó a trabajar en la Cunnington, en el Parque Industrial.

Viejos son los trapos

«Un día se me ocurrió ir a la planta andando en bici por la vía del tren. Con Hugo Prodan, un mecánico amigo, perfeccioné un sistema que ya existía. Ponés la bici parada en el riel izquierdo, con un brazo que sale de adelante y otro de atrás, con dos rueditas iguales a las de tren, pero más chiquitas. Cuando se levanta la de adelante, baja la de atrás. Y de tres puntos de la bici, baja otro brazo con una ruedita igual que se agarra del riel derecho. Lo usé durante años», contó Martín, que está jubilado desde el último verano.

«Si no me echan y no me muero, me voy el 31 de enero, cuando cumpla 85 años», le propuso a sus jefes hace un tiempo. Así fue. El último verano se despidió de sus compañeros después de veinticinco años. «Al final clasificaba facturas, hacía bancos… Era un ingeniero industrial reciclado a che pibe», contó con un manejo de la ironía envidiable. Pero además aclaró: «Siempre me fue bien económicamente. Porque ya sea fumigando o como ingeniero, tuve lo que necesitaba. Nunca quise más».

Viudo hace tres años, sobre su mujer detalló: «Ella me comprendía. Siempre he sido fiel. Pienso en ella todo el tiempo». Desde que en enviudó y se jubiló, un día en la vida de Martín arranca a las siete de la mañana: «Hago 45 minutos de estiramiento sobre un pad. Tomo el desayuno con jugo de naranja, café con leche, avena arrollada y pasas de uva o copos de maíz. Lleno el tanque de agua. Teníamos cuatro perros, pero la más viejita – una ovejera belga- murió. Los martes y jueves a las ocho y media de la mañana hago spinning».

Cuando está cansado, se duerme una siesta de diez minutos. Vive con Lorena, la chica que trabaja en su casa y le prepara la comida temprano, para que pueda mirar el Canal Encuentro y leer sobre aventura y espiritualidad -fanático del padre Chifri-. Escucha música clásica y los fines de semana, además de recibir a su familia, visita el Hospice Buen Samaritano, de pacientes terminales.

«Me gusta andar en bici porque voy relajado y la rodilla no me duele como cuando camino. Estos últimos tres veranos, viajé con mi hijo a la Patagonia. Dormíamos en campings y casas de mapuches, además de algún paraje. Siempre voy con alforjas, mochila, carpa y calentador. Yo voy adelante, marcando el ritmo. Soy mucho más flexible que él. Y si me agoto, se lo digo», aseguró. «Tengo ganas de volver a Bariloche en febrero o marzo porque me siento muy bien. Si no fuera por la rodilla… Creo que soy un viejo feliz porque siempre tengo planes», concluyó con una carcajada que despeina cada uno de sus mechones blancos.

Fuente: infobae.com

Comentarios

comentarios