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Trabajaba para millonarios y dejó todo para unirse a los “Ángeles del mar”: la lucha de un marplatense para salvar de la muerte a miles de personas

Ricardo Sandoval llegó a España después de la crisis de 2001. Fue mozo, tauador y hasta fletero pero hoy es el capitán del barco que se adentra en las fauces del Mediterráneo para salvar a miles de personas desesperadas de morir ahogadas

Nació en Mar del Plata pero la intimidad con el mar no llegó en la niñez sino después, años y kilómetros después. Ricardo se crió en «El centenario», un complejo precario de viviendas sociales y, en la primera etapa de su vida, el mar y él fueron apenas «conocidos».

La intimidad llegó después, cuando ya había crecido y emigrado a España, cuando entendió todo lo que el mar era capaz de ofrendar y, a la vez, de arrebatar. El mar, el que lo condujo hasta el amor de su vida. El mar, el que se traga las vidas de quienes, desesperados, intentan llegar a Europa.

Es la hora del almuerzo en Tenerife y hace poco que Ricardo Sandoval -«Ricky» para los españoles, «El tuerto» para los marplatenses- regresó de una misión en el Mediterráneo Central.

Vive en España desde hace 17 años: llegó como un típico «busca» argentino y hoy, a los 41, es el capitán del buque insignia de «Open Arms», una ONG mundialmente reconocida por ser una de las pocas que se adentran en los mares para tratar de salvar de la muerte a quienes se lanzan a sus fauces huyendo de los conflictos bélicos, de la persecución, de la pobreza.

Ahora que ha estado cara a cara con uno de los peores dramas humanitarios contemporáneos -que ha sostenido en brazos bebés muertos, que ha arrancado del hacinamiento a adolescentes en paro cardiorrespiratorio, que ha asistido a embarazadas producto de violaciones-, Ricardo conversa con Infobae y suspira cuando recuerda a qué dedicaba su vida hasta fines de 2017.

«Trabajaba para millonarios en sus yates», contesta. Y habla de embarcaciones que, calcula, hoy podrían valer unos 30 millones de euros. «Muy simplificado sería: ‘Un yate grande es como una gran mansión y nosotros todos los sirvientes’. Te digo la verdad: prefiero mil veces atender a 400 personas que vienen en una barca precaria luchando por sobrevivir que a un solo millonario rompe huevos».

De Argentina a España

Mientras estaba en el secundario y para colaborar con una economía familiar frágil, Ricardo fue mozo en un salón de fiestas de Mar del Plata. Apenas egresó, trabajó en un frigorífico de chacinados y en otro de pescado. El último año en Argentina y cuando no era moda, fabricó cerveza artesanal.

Se instaló en España en 2002, tras la gran crisis en Argentina, sin papeles, con 24 años y los bolsillos vacíos. Fue mozo en la Costa Brava, pintó cuadros y salió a venderlos por la playa y trabajó varias temporadas haciendo tatuajes de henna.

Hubo tanto movimiento que parece que vivió tres vidas: fue una especie de «Apu» en una tienda 24 horas -«sólo atendía personajes»-, peón en una compañía de fletes y mano de obra en una empresa de montaje de ventanas de aluminio. Recién después apareció el mar.

Se lo contagió un amigo que trabajaba haciendo paseos para turistas en una banana acuática y en barcas pequeñas. Ricardo hizo un curso, le quedó chico y apostó al profesional (hoy es «Patrón de altura de la Marina Mercante»). Su primer trabajo serio en el mar fue en un barco de vela cuadra.

Su voz se suaviza con el recuerdo: «Esa fue una de las experiencias más guapas de mi vida, porque así conocí a Ana».

La conoció mientras ingresaba al puerto de Tarragona: él navegaba con toda la elegancia de ese barco, Ana era la vigía de la torre de control, una apasionada de la navegación a vela. «Ella dice que cuando vio el barco le dio un vuelco el corazón -se ríe Ricardo-. «No cuando me vio a mí, al barco, que era como una reliquia».

Todavía en fase de amor platónico, Ricardo entendió que no podía irse de ese puerto. Primero durmió en el barco, después Ana le alquiló la parte de arriba de su casa. «Y bueno, ya sabés lo que pasa. Uno quería subir, el otro quería bajar», sigue con la risa. Unos meses después de aquella entrada triunfal, se pusieron de novios.

El amor se puso a prueba sin demoras: durante el primer año de relación, Ana necesitó un trasplante de riñón y Ricardo fue su donante. Ya no hay risas ni pretensión de hacerse el héroe cuando habla de eso: «Uno cree que no es capaz de hacer algo así pero bueno… hay que estar ahí viendo a la persona que más querés en el mundo sufrir así para entender».

Un salto de fe

Ana se había visto obligada a dejar de trabajar y Ricardo había conseguido empleo en los yates de lujo. Mientras trabajaba para un millonario, luego para otro y cuidaba el yate de un tercero, una fuerza superior se gestaba en casa.

Ana había empezado a seguir de cerca el trabajo humanitario que una nueva ONG llamada «Open Arms» estaba haciendo en Lesbos (en la costa de Grecia) para salvar a los que se lanzaban al mar desde la costa de Turquía. Estaban evitando tantas muertes que la coordinadora de operaciones de ACNUR en Grecia -la pata de la ONU dedicada a los refugiados- había encontrado un modo de llamarlos: «Los ángeles de la guarda en el mar».

La ONG había sido creada en 2015 por Oscar Camps, un guardavidas catalán, después de que la foto de Aylan Kurdi -el nene de 3 años que apareció muerto boca abajo en una playa de Turquía- diera la vuelta al mundo. «Para poner a un bebé en una barca tan precaria, en una situación tan hostil y en un clima tan difícil, debes haber estado muy mal. Si el mar es para ti una zona segura, la Tierra debe haber sido el infierno», dijo en un documental que registró las primeras misiones.

Ana veía lo que los voluntarios estaban haciendo: como al comienzo no tenían barcos, hacían los rescates a nado, en motos de agua o se metían al mar en las mismas embarcaciones precarias en las que llegaban los refugiados. Para ese entonces ocurrió lo que se conoce como «El gran naufragio»: se encontraron con más de 300 personas en el mar a punto de ahogarse.

Ricardo avisó que estaba para dejar a los millonarios y «cambiar de aire, de vida». «Me llamaron justo cuando estaba en uno de esos yates, desembarcando a los invitados del jefe en Sicilia», cuenta. En septiembre de 2017 se sumó al Open Arms como «oficial» (un cargo de mucha menos responsabilidad que el de capitán).

—Durante el primer mes intenté prepararme, me pegué a los que ya habían ido y les pregunté de todo. Tenía ánimo pero también tenía miedo.
—¿De qué?
—De no ser capaz de ver la tragedia y quedar entero.
—¿Qué les preguntaste?
—Qué impacto les causaba estar rodeado de personas muertas en el momento de tener que ayudar a quienes siguen vivos, por ejemplo.

Para ese entonces, el drama no había terminado sino que se había mudado. Como los refugiados que llegaban por «la ruta del Egeo» habían empezado a ser deportados, habían comenzado a probar suerte por rutas más largas y arriesgadas en el Mediterráneo Central. Entonces, si muchos morían tratando de cruzar 9 km., ahora se enfrentaban a cruzar 300 km de mar abierto desde Libia (África) hasta Lampedusa (Italia) o más de 500 km hasta Sicilia.

El drama, cara a cara
No hubo víctimas fatales en la primera misión de Ricardo pero rápidamente llegó la operación número 39, llamada «Cartas Mojadas». Los recuerdos de ese día son devastadores:

«Logré ver un barco de madera que venía muy hacinado. No podía creer cómo podía haber 150 personas en un barco en el que en España irían 12», comienza. «Apenas nos acercamos me pasaron un bebé muerto, tenía tres meses. No pude hacer nada más que dejarlo en un pequeño taller del barco apoyado en el suelo», relata.

«Llevábamos horas sacando gente pero la cantidad no disminuía. Rescatabas cinco de la cubierta y otros cinco salían de abajo. De abajo sacamos a un adolescente en paro cardiorrespiratorio que había aspirado todos los humos del motor. Hicimos de todo para reanimarlo pero no pudimos». Durante el tercer día de la misma misión, murió otro bebé.

Poco después, a Ricardo le ofrecieron ser el capitán del buque insignia, un remolcador capaz de albergar a 400 personas. Era una decisión difícil y la prueba es lo que pasó hace dos semanas con la capitana del barco de otra ONG, que fue detenida cuando entró a Italia con 40 refugiados a bordo (lo que motivó el hashtag #AntesPresosQueCómplices).

La acusaron, entre otras cosas, de favorecer el tráfico ilegal de personas. Precisamente por el riesgo de terminar preso, ser capitán era una decisión difícil: Ricardo aceptó.

Por lo general, quienes se lanzan al mar ya vienen de sobrevivir a una serie de degradaciones anteriores. Como llevan todo el dinero que tienen, son asaltados, incluso secuestrados. A veces los venden como esclavos, los encarcelan, los torturan. Suben a los barcos con sarna, viajan durante días con el olor a putrefacción de la muerte.

«Les quitan la dignidad. Imaginate huyendo y cuando llegas a un lugar, en vez de darte una palmada en la espalda, un abrazo o un cacho de pan te secuestran, te torturan o te violan. Yo a veces pienso: ‘¿Dónde mierda está el ser humano?, palmemos todos y que queden los animales, que son incapaces de hacer algo así'».

Las violaciones de mujeres son un tema aparte: «Rescatamos muchas mujeres embarazadas y muchas otras con bebés, prácticamente en todos los casos son producto de violaciones. Por eso muchas veces no tienen mucho apego a esos hijos, porque además las discriminan por haber sido violadas».

Así y todo, el problema que ahora enfrentan es que la Organización Marítima Internacional sostiene que Libia tiene medios y un puerto seguro. «O sea, quieren que, una vez que los rescatemos del mar, los llevemos de nuevo al lugar del que están huyendo. Por supuesto que no es un lugar seguro, es como si quisieras poner una guardería para bebés en tu casa, todos los cables están pelados y el ministerio de educación te dice ‘adelante, no hay problema'».

Fue en este contexto que sucedió el caso que más le ha afectado: «Vimos una lucecita en la noche, eran tres hermanos con una linterna que habían quedado a la deriva. El más chico, de 14 años, venía con una vía intravenosa y el palo que te dan en el hospital. Tenía leucemia, sus hermanos estaban tratando de sacarlo de Libia para que sobreviviera. Lo tratamos en la enfermería todo el viaje y los desembaracamos a salvo en Sicilia».

Un año después se enteró de la noticia por los medios: «Lo habían mandado de vuelta a Libia y había muerto. Ese día me derrumbé emocionalmente. Salí, me quedé solo y lloré. El jefe de misión salió conmigo, me abrazó, también lloró».

Se calcula que, sólo durante 2016, hubo unas 5.000 muertes en el mar. El lado B de la historia es que, en estos cuatro años, sólo esta ONG rescató con vida a casi 60.000 personas.

«Creo que me van cayendo las fichas a medida que vamos llegando a un puerto. Por mal que venga la gente, hay un momento en el que se van arriba y se ponen a cantar. Y rezan, y te agradecen, y ahí te baja la ficha de todo», se despide. «Muchas veces en Europa tampoco les espera un final feliz pero a mí me emociona porque estoy llegando a tierra firme con gente que podría haber muerto, con gente que hemos salvado, con gente a la que todavía le queda esperanza».

Fuente: www.infobae.com

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